Vistos desde un avión, los coches, los edificios, los hombres y los animales te parecen juguetes. Para un observador apostado en la luna, la tierra es pequeñísima. El que asciende en la escala del conocimiento se vuelve humilde y siente deseos de estudiar más y más (C. E 571).
A comienzos de este siglo XX, se tendió un cable submarino telegráfico por el océano Atlántico entre América y Europa. Ya no hacía falta comunicarse por carta entre los dos continentes. Bastaban unos minutos para transmitir una noticia. ¿Qué frase podría inaugurar esa conexión? Tras varios intentos de dar con la frase adecuada, todos se pusieron de acuerdo. La frase elegida fue: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad».
El 21 de julio de 1969, Neil Armstrong pondría los pies por primera vez en la luna. Y se quiso grabar un memorial de aquel acontecimiento para las generaciones futuras. Se invitó a los jefes de estado a escribir cada uno de ellos un mensaje para ser grabado en una placa-recuerdo gris de silicona. Luego, todos esos mensajes fueron miniaturizados y hechos invisibles a simple vista. El mensaje del papa Pablo VI contenía la primera frase del prólogo del evangelio de san Juan: «En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Todo fue hecho por ella, y sin ella no se hizo nada» (Jn 1,1-3). La continuación del mensaje estaba tomada del salmo 8: «Señor Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! Tu majestad se alza por encima de los cielos. Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies. Señor Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!».
Los primeros hombres que subieron a la luna fueron también saludados por el papa: «¡Gloria, salud y bendición a vosotros, que domináis la luna, antorcha de la noche y del sueño!».
La ciencia, si es sincera y de buena voluntad, no se opone a la fe, pues la ciencia y la fe tienen una meta común, la verdad, y el Señor es la verdad absoluta, perfecta. Una de las pruebas más significativas de ello es que la arqueología, con sus descubrimientos a lo largo de estos últimos decenios en Tierra Santa y a orillas del mar Muerto, en las grutas de Qumrán, ha sacado a la luz numerosos documentos que confirman los datos de la Sagrada Escritura.
También la arqueología y la arquitectura han descubierto bajo el altar de la Confesión, en la basílica de San Pedro, los restos del cuerpo de san Pedro, como la Iglesia lo creyó desde hace veinte siglos.