Si no tuvieses miedo más que al pecado, tu fuerza sería inigualable
No tengas miedo más que a una cosa: al pecado.
El emperador había reunido a sus consejeros para decidir qué castigo impondría a Juan Crisóstomo por haber reprendido a la emperatriz.
Alguien hizo esta propuesta: meterlo en la cárcel. Pero dijeron: «Eso es brindarle en bandeja la ocasión de orar y de sufrir por Dios, como siempre deseó».
Otro dijo: desterrarlo. «Pero para este hombre, no hay ningún lugar donde no esté Dios».
Un tercero: condenarlo a muerte. «Pero así moriría mártir y sería escuchado su anhelo más profundo. Y además, se encontraría con su Dios».
Ninguna de esas tres propuestas, de llevarse a cabo, le producirían la más mínima aflicción; al contrario, las firmaría feliz.
Y se hizo una cuarta propuesta: «Sólo hay una cosa a la que ese hombre tenga miedo y que aborrezca con toda el alma: el pecado». Pero era imposible obligarlo a cometer un solo pecado.
Si no tuvieses miedo más que al pecado, tu fuerza sería inigualable (C. E. 991).
San Juan Crisóstomo (340-407), natural de Antioquía (Turquía), tenía sesenta años cuando fue elegido obispo de Constantinopla. Lo llamaban «Boca de oro» (Crisóstomo) por su extraordinaria elocuencia.
Hombre recto y enérgico defensor de la justicia, se enfrentó a la emperatriz Eulalia que había despojado de sus bienes a una viuda de Calítrope y a otras personas. Fue condenado al exilio. ¡Y cuántas almas llevó a Dios! Todo el mundo admiraba su caridad y su amor a la justicia y su cálida elocuencia cuando tomaba partido en favor de los pobres y los débiles.
Y la emperatriz que lo condenó fue quien perdió en realidad la batalla contra el derecho a los ojos de su pueblo.